No sabía qué hacer, estaba completamente en blanco. Tenía la mirada perdida, las piernas temblorosas, frágiles, cansadas y era capaz de percibir el inminente e inevitable desplome que iba a hacerme caer al suelo en breves segundos.
Llevaba un día de locos; bueno, una semana más bien. Por fin había conseguido comprar el coqueto apartamento que había logrado hechizarme por completo desde el primer momento que lo vi, pero la mudanza junto con el trabajo y algún que otro quehacer estaban consumiendo mis fuerzas.
Llevaba un día de locos; bueno, una semana más bien. Por fin había conseguido comprar el coqueto apartamento que había logrado hechizarme por completo desde el primer momento que lo vi, pero la mudanza junto con el trabajo y algún que otro quehacer estaban consumiendo mis fuerzas.
Ocurrió deprisa, fue todo demasiado rápido para poder recordarlo con nitidez. Multitud, luces, un brillo cegador y un incesante murmullo. El tiempo se paró por completo y con él mi consciencia.
Vestía mi blusa preferida. La combiné con la falda vaporosa de topos que me regaló Sofía en nuestro último encuentro y me pinté los labios de un rojo intenso, de idéntica tonalidad a la de los zapatos de charol. Una tarde de respiro requería, sin duda, un "look" a juego.
Unos ojos negros me miraban fijamente. Fueron lo único que alcancé a ver antes de recuperar la consciencia por completo. Poco a poco la imagen fue cobrando sentido: una señora mayor, con el pelo de un color blanco impoluto, brillante y encandilador fue la única persona que se acercó a socorrerme. Algo un tanto sorprendente teniendo en cuenta que todo sucedió en un centro comercial.
Como no podía ser de otro modo, la invité a una buena taza de chocolate caliente en el bar que hacía esquina a modo de agradecimiento. Me enseñó las fotos de sus nietos, de sus hijos y de casi toda su familia. Me contó que le dolían los huesos, aunque no parecía importarle en absoluto puesto que, tal y como dijo, reflejaba sus vivencias, sus locuras, su vida.
Aquella dulce señora, Aurora, me enterneció con su simpleza, con su admirable positivismo y con su serenidad. Asimismo, logró desconectarme, por competo, de mis días caóticos y del estrés. Ya ni siquiera recordaba el reciente desmayo.
Al despedirnos, me dio un fuerte abrazo e intercambiamos los números de teléfono.
Unos ojos negros me miraban fijamente. Fueron lo único que alcancé a ver antes de recuperar la consciencia por completo. Poco a poco la imagen fue cobrando sentido: una señora mayor, con el pelo de un color blanco impoluto, brillante y encandilador fue la única persona que se acercó a socorrerme. Algo un tanto sorprendente teniendo en cuenta que todo sucedió en un centro comercial.
Como no podía ser de otro modo, la invité a una buena taza de chocolate caliente en el bar que hacía esquina a modo de agradecimiento. Me enseñó las fotos de sus nietos, de sus hijos y de casi toda su familia. Me contó que le dolían los huesos, aunque no parecía importarle en absoluto puesto que, tal y como dijo, reflejaba sus vivencias, sus locuras, su vida.
Aquella dulce señora, Aurora, me enterneció con su simpleza, con su admirable positivismo y con su serenidad. Asimismo, logró desconectarme, por competo, de mis días caóticos y del estrés. Ya ni siquiera recordaba el reciente desmayo.
Al despedirnos, me dio un fuerte abrazo e intercambiamos los números de teléfono.
Esta mañana he ido a su casa, al igual que cada domingo. Pasamos juntas las horas, charlamos, me cuenta sus historias y anhelos junto a ese precioso ventanal que enmarca su jardín. Yo le leo libros, le leo historias.